Es bien conocido el caso del protozoario Dicrocoelium dendriticum,  o duela menor del hígado, que para infectar a rumiantes como vacas y  ovejas pasa primero por un hospedador intermedio: las hormigas. Las  vacas no comen hormigas: pero Dicrocoelium invade su sistema  nervioso y las convierte en zombies que suben hasta la punta de las  hierbas y se quedan quietas ahí, hasta ser devoradas y pasar el parásito  a su siguiente víctima.
Escalofriante. Pero el caso no es único: Zimmer describe cómo el hongo Cordyceps  infecta hormigas y las hace subir a plantas de mediana altura, donde se  sujetan firmemente, con sus mandíbulas, a la parte inferior de las  hojas. El hongo luego perfora por dentro el exoesqueleto de la hormiga  para formar un órgano de reproducción lleno de esporas (que sale a  través de su cabeza). Así, las esporas pueden caer sobre otros insectos e  infectarlos.
E incluso los virus pueden  manipular animales. El de la rabia es un ejemplo: convierte a un perro  doméstico en una furiosa máquina que busca desesperadamente infectar a  otros animales con su mordida.
Pero hay casos más  sutiles: los baculovirus. Zimmer narra cómo pueden obligar a una oruga a  trepar a lo alto de una planta y quedar ahí, colgando. Luego el virus  se reproduce en cantidades inmensas y termina disolviendo a la oruga,  diseminándose así sobre las hojas de otras plantas para infectar a  nuevas orugas.
Naturalmente, no es que los  parásitos manipulen conscientemente a sus víctimas, como titiriteros  malévolos. Lo novedoso es que ahora se comienzan a entender los  mecanismos con que lo logran. El hongo, por ejemplo, paraliza los  músculos de las mandíbulas de la hormiga, para impedir que suelte la  hoja. Los baculovirus, por su parte, tienen un gen que produce una  enzima que hace que la oruga busque la luz.
Lo que para nosotros puede sonar monstruoso, en el mundo biológico es sólo una estrategia más para sobrevivir.

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